La vida empieza cuando decides morir, eso de pronto lo leí en alguna parte o lo vi en alguna película o me lo dijeron, a lo mejor es un graffiti en las calles de Bogotá, o a lo mejor me lo acabo de inventar.
Eso es lo que sé, no lo que creo, ni lo que pienso, es lo que experimenté, es mi realidad, es lo que vivo. Yo necesitaba morir para volver a nacer, y no estoy hablando de la muerte física, no, esa resulta verdaderamente fácil.
Lo que pasa es que no existe suicidio ejemplar, y es que matarse a uno mismo, en el estricto sentido de los físico, aunque la mitad del mundo lo debata, es fácil, facilísimo de hecho. No se necesita coraje para asesinarse.
Ahora bien, morir a uno mismo, eso sí es otro cuento, eso sí requiere cantidades industriales de valor.
Mi vida era la crónica de una muerte anunciada (esta referencia puede sonar pretenciosa, a mí realmente no me importa). Todo indicaba que yo debía morir, solo que en el estado de inconsciencia en el que me encontraba perpetuada yo creía que morir significaba matarse, dejar de respirar, infarto cardiaco indispensable, muerte cerebral.
Yo morí a mi misma en Albalá. Antes de eso mi vida era regida por la depresión, yo era adicta al dolor, al amor (en el sentido equivocado), a la melancolía, dependía emocionalmente de otras personas. Vivía mi vida como un zombie, estaba sumergida en mares de dolor que yo misma me encargaba de alimentar y mantener.
Solo muriendo pude volver a nacer, y es sin duda alguna el regalo más grande que me ha dado la vida, la gente que quiero, pero sobretodo el regalo más grande que me he dado a mí misma, porque ahora soy y fluyo, porque como Patricia* también conocí a Dios en Albalá, porque amo y soy amada y entendí que somos y soy una con el universo.
Para mi Albalá es una experiencia que definiría así: the gift that keeps on giving, un regalo que nunca deja de dar, nunca deja de ser. Albalá es mi casa y la gente que ahí habita es mi familia. ¡Yo no soy caleña, yo soy Albaleña!
La depresión ya no me visita, ya no vive conmigo. Cada mañana es un obsequio, toda pequeña particularidad, toda flor, cualquier niño, la sonrisa del extraño en el bus, la eminencia del profesor en clase o un libro. Cuando se le da amor a la vida, cuando uno se ama realmente a uno mismo, la vida te da amor, eso es una ley infalible que aprendí, que viví, y que vivo.
Las palabras en verdad no alcanzan. Para mi es suficiente decir que volví a nacer y soy feliz, felicidad no entendida como un estado de ánimo, sino como el estado permanente del alma, ahora, que estoy despierta. A Albalá: un millón de gracias o más (aunque ya sabemos que no son suficientes).